"Mi dolor de exilio es tan grande que cubre todo mi cuerpo.

Muevo un dedo del pie y sufro".

Lejos de casa


"Lejos de Casa" de Viviana Marcela Iriart / Escritoras Unidas & Cía. Editoras, mayo 2015








“Y estamos marchando todavía en las calles
con pequeñas victorias y grandes fracasos
pero hay alegría y hay esperanza
y hay un lugar para ti.”

Joan Báez



Hay un aeropuerto llamado Ezeiza.
Hay otro llamado Simón Bolívar.
Entre los dos media un camino muy largo llamado exilio.
Vivo en un país que no es mío.
Vengo de un país que alguna vez creí mío pero no era cierto.
Vivo sobre la tierra no sobre un mapa.
Y con la gente no con sus pasaportes.




“Sí, yo estaba ahí el 17 de mayo de 1979 y claro que recuerdo lo que sucedió. Lo recuerdo muy bien porque nunca antes yo había participado en algo así y no lo puedo olvidar. Es más, a veces he tenido pesadillas. Sueño que levanto la mano izquierda para despedir a alguien y que entonces ¡zas! me la cortan de un hachazo.

No es agradable, no, pero bueno, yo estaba ahí haciendo el servicio militar y me había tocado la zona del Aeropuerto de Ezeiza, aunque para ser más precisos, estaba exactamente en la alcabala que la Fuerza Aérea tiene en la ruta que va al Aeropuerto, ¿la conoce? Bueno, ahí estaba yo.

Ese día era un lindo día, sí, jueves si no me equivoco, con mucho sol, y como a eso de las nueve y media de la mañana sentimos un gran alboroto de sirenas que se acercaban en dirección a nosotros. Pude distinguir tres  autos que avanzaban a gran velocidad. Uno de ellos, el primero, era de la Policía Federal e iban en él tres hombres. Entre éste y el último, que también era de la policía pero sin inscripciones, de paisano que le dicen, había otro. Era un Ford blanco y por la chapa supe que era de algún diplomático y ahí había cinco personas: cuatro hombres y una piba. Yo estaba mirando todo desde adentro de la alcabala cuando escuché los gritos. Los de la Federal siempre andaban matoneando y ese poli no era la excepción, aunque los de la Fuerza Aérea... en fin... yo escuché que el poli decía que era una misión muy delicada, emanada directamente desde la Junta, y a mi cabo gritando aún más fuerte que por más misión especial que fuera ellos no pasaban sin que él y “sus” muchachos los escoltaran. El cabo era muy joven, 22 o 23 años le calculaba yo, y el poli andaba por los 40 y se tuvo que comer la humillación. Finalmente llegaron a un acuerdo.

Cinco de nosotros partimos al frente de la caravana en un camión. Yo y dos de mis compañeros íbamos sentados en la parte de atrás, con los pies colgando fuera del camión y las ametralladoras ligeramente apuntando a los autos que nos seguían. Ordenes son ordenes y en el servicio militar nada se discute. Estábamos a mediados de otoño y el solcito pegaba lindo, sí, y yo me sentía feliz de que me hubieran elegido para la misión. Uno se harta de estar ocho, diez horas de pie en una alcabala, controlando todo como si realmente la historia fuera a pasar por ese pedazo de carretera vieja.

Todavía faltaba un buen trecho para llegar al aeropuerto, así que tuve tiempo de observar con calma a las personas que iban en el Ford blanco, aunque no los veía muy bien. Tres de los cuatro hombres eran morochos, de pelo negro; el cuarto no, era rubio, de tez blanca, joven. Este iba sentado en el asiento de atrás, a su lado iba la piba y al lado de ella un señor mayor. Ella tenía una cara muy triste y parecía muy joven, no le calculaba más años que los míos, que estaba por cumplir diecinueve. Los hombres que iban atrás hablaban mucho entre sí, gesticulando, y a veces se notaba que le preguntaban o decían algo a ella, que respondía brevemente y a veces sonreía. Me hice todo tipo de conjeturas respecto a lo que estaba sucediendo, pero jamás hubiera imaginado que la misión era esa misión.

Finalmente llegamos al aeropuerto. El cabo bajó muy rápido y se fue hacia el edificio gritando  que controláramos todo muy atentamente. Yo no entendía nada. Mientras él se iba el poli se acercó al segundo auto y, pasando la mano por la ventanilla, se despidió de todos los hombres pero de la piba no. Ella lo miraba fijamente mientras él extendía su mano hacia un lado, sonreía, hacia el otro, volvía a sonreír.

Cuando se bajaron del auto pude ver todo mejor, aunque brevemente porque ella y los cuatro hombres se fueron inmediatamente hacia el edificio. Ella tenía el pelo largo y lacio, casi le llegaba a la cintura. Era pequeña de estatura. La tez era levemente oscura y llevaba  vaqueros azules, mocasines marrones y una camisa blanca. Uno de los hombres cargaba un bolso azul pequeño y una guitarra envuelta en papel de diario. La piba no llevaba nada y siempre caminaba en medio de los dos hombres, los mismos que iban sentados atrás en el auto y que tampoco llevaban nada. Ella caminaba muy erguida y tenía los ojos tristes pero secos como si estuviera muerta.

Los hombres seguían hablando y riendo y ella ahí, entre medio de los dos, en silencio, se veía tan frágil. A mí me daba tanta pena ella que amagué mover la mano en señal de despedida aunque ella no me viera, pero entonces uno de mis compañeros me  golpeó y me dijo:
- ¿Qué vas a hacer idiota? ¿No sabés que es una deportada?
Y yo bajé la mano.”

Juan Pérez, ex soldado.
Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 1982.



Caracas, Diario de Lamentaciones, 17 de mayo de 1979.
¿No es acaso prematuro para la vida de cualquiera tener 21 años y marchar al exilio?
Como prematura fue la madrugada que se desayunó con infinidad de cadáveres.
En el Río de La Plata de a diez y de a veinte aparecían diariamente.
Decían que venían de Uruguay, presos de allá... pero todos sabíamos.
Era macabra la danza de los muertos.
Era macabra la danza de muerte que los militares nos imponían.


Llegar no es mejor que partir.
Es casi de noche y paso largo tiempo mirando los rostros que esperan pero ninguno espera por mí.
Llueve.
Tengo ganas de sentarme sobre mi bolso, hundir la cabeza, cubrir mi cara con mis manos y ponerme a llorar. Pero no lo hago. El tiempo pasa y no me atrevo a moverme.
Con cincuenta dólares me fui, regalo de la Embajada de Venezuela en Buenos Aires y con cuarenta y cinco llego, cinco gastados en cervezas tomadas en el avión. Hay quien toma valium, quien llora, quien pide ayuda, quien grita o va al sicoanalista. Hay quien se suicida también. Yo bebo. Me considero un árbol y, como decía Alejandro Casona, los árboles mueren de pie.
Tomo un taxi y la primera novedad es que el taxista me dice que me siente adelante, porque así se acostumbra acá pero no allá. Pienso, ¿y si me secuestra creyendo que tengo dinero? Pero resulta ser un flor de tipo, periodista además de taxista, y nos pasamos el viaje hablando sobre la miseria en Caracas.
Cuando entramos al primer túnel siento terror, yo que jamás he cruzado uno. Terror como siento desde hace ocho meses.

- ¿Ves esos ranchos? - dice señalando cientos de casuchas en la montaña, un panal de pobreza.-  Parecen fuertes pero no lo son y cuando la lluvia llega caen sobre las calles como hojas apenas tocadas por el viento.

Caracas me parece, de noche y con lluvia, en este angustiante trayecto aeropuerto-ciudad, una inmensa villa miseria iluminando la montaña.



Qué largo se hace el camino cuando no se conoce el lugar de llegada.
Voy a un barrio llamado Santa Mónica en donde vivía, hasta hace un año atrás, mi amiga Viky. Mi familia trató de contactarla el último mes, pero fue en vano. Nadie al teléfono. Nadie al correo.
Viky es chilena y emigró con su familia en 1971. Es una exiliada al revés, porque su padre es un empresario que se fue de Chile escapando del socialismo de Allende. Pasaron primero por Argentina y así fue que nos conocimos, y cuando dos años más tarde se fueron escapando del peronismo que también le parecía a su padre demasiado izquierdoso, nuestra amistad continuó por correspondencia, al principio con fluidez y después en forma esporádica.
Viky, como es  generacionalmente lógico, no comulgaba con las ideas de su padre y llenaba su casa de hombres y mujeres que venían huyendo de las dictaduras de derecha  a los que él, con gran amabilidad, siempre ofrecía un plato de comida. Un par de veces fue de vacaciones a Argentina y aunque los períodos de silencio muchas veces eran muy largos, no había distancia entre nosotras cuando nos encontrábamos.



Los taxistas caraqueños casi  no conocen su ciudad, ellos que deberían ser sus dueños. Una tiene que indicarle el camino y yo no lo conozco porque nunca antes he estado en este país.
Santa Mónica parece un laberinto.
Damos vueltas.
Nos perdemos una y otra vez, regresamos al punto de partida, volvemos a comenzar y volvemos a perdernos.
La lluvia y mi desesperación arrecian.
Ni un alma a quien preguntarle y los nombres de las calles desaparecidos bajo el torrente.
Por fin damos con la calle.
Avanzamos lentamente leyendo los nombres de los chalets a un lado y al otro de la calle, porque en esta ciudad las casas no tienen números sino nombres. Pero la encontramos fácilmente. Es un chalet muy bonito de dos pisos con jardín adelante. Hay dos timbres y ninguna indicación.
Toco el de abajo y un hombre me indica por el intercomunicador que Viky vive en el piso de arriba.
Toco el segundo timbre mientras le hago una seña a mi taxista para que se quede tranquilo. 
Aparece Viky y su alegría es tan grande como mi alivio. Nos abrazamos largamente y nuestras lágrimas se funden con las gotas de lluvia.
-¡Sabía que no ibas a durar mucho en ese país! ¡Tú no cambias más, che!
Busca un paraguas y me acompaña al taxi donde mi buen taxista - “si tu amiga no está no te voy a dejar sola”- sonríe feliz.  Le doy el número telefónico de Viky y le ruego que me llame para no perder el contacto. Promete hacerlo. Mi solidario taxista. Tengo tanto que agradecerle. Y  ni siquiera sé su nombre.


LEJOS DE CASA 
Caracas, 1982-84

Mayo 2015




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LEJOS DE CASA





CONTRAPORTADA DEL LIBRO


Cuando la fotógrafa Marta Mikulan Martin me sacó esta foto en 1983 y me le regaló, yo pensé: el día que me publiquen la novela la pondré en la contraportada. Pensé que iba a ser pronto pero pasaron 32 años. Hoy me doy ese gusto en la novela que estaba escribiendo cuando esta foto fue tomada.

















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